Todo sentimiento es poético, no todo poema es sentimental.

Hay que romper un poco con esa idea de formalizar los sentimientos.
Las palabras tienen la característica de ser impersonales, de hecho son artificiales. No soy cuidador de palabras, ni amante de ellas.
Por eso, cuaquier palabra que sea creada y movida por el sentimiento, es personal, chevere y verdadera.
Mientras se escriba con la pretensión de ejecutar un oficio, la palabra deja de tener entrañas.
No por eso se puede justificar la falta de seriedad en el expresar de la palabra, así sea dejada sobre un pedazo de servilleta.

Y los que se digan poetas son unos pendejos... No hay poetas, sólo poesía.

Todos, hacemos poesía.

martes, 24 de julio de 2012

El mercado, la gallera y el campo

Corría el año de 1991 en el barrio de la Moctezuma, y de la placa a la cruz había un larguísimo camino que con los años se fue haciendo más corto. La placa era el centro comercial del barrio, donde los domingos había que correr a cargarles las cosas a las mamás. Era el viacrucis forzoso de acompañar entre el tumulto a la madre, con bolsa en la mano, quizás ahí fueron los primeros momentos de mi reflexión, mientras mi madre preguntaba por los precios de los jitomates o del queso jarocho. Muchas veces, mi reflexión se basaba en los videojuegos que estaban enfrente de todos los puestos de aquel mercado ambulante. Las “maquinitas”, como nosotros les llamábamos, embelesaban hasta al propio diablo si fuera niño, y sobre todo, si hubiera nacido en la Moctezuma o alrededores. De repente llegaba cualquier muchacho con la habilidad extraordinaria de dominar todos los trucos de los videojuegos de peleas. Cuando me daba cuanta, ya había pasado bastante tiempo mirándolo, sin un quinto en la bolsa. Muchas veces, no era necesario tener dinero, la niñez ayudaba a mirar y disfrutar de la video-odisea de un muchacho desconocido y que por lo mismo, envuelto en misterio. Una vez miré como uno de aquellos habilidosos prensaba de la camiseta a otro y le echaba una mirada centelleante frente. Yo tenía diez años quizás, y a esa edad, una imagen de ese tipo puede crear todo un sistema de pensamiento que determinará toda tu vida. Para mi esa mirada fue inspiradora, encontré en una mirada de ese tipo la valentía y el desafío, siempre la admiré. Hubo alguna vez, no recuerdo bien, que la imité frente al espejo. Después pasados los años, ya estando en la universidad, fui de visita a mi casa, al barrio, y mientras caminaba por la placa me topé con aquel muchacho. Sentí un profundo respeto por él. Alguno de aquellos días, en lo que la posibilidad musical era Bronco, Selena o Magneto ocurrió la revolución de los niños en el barrio. Era la tarde cuando la avenida cuatro se inundaba de niños que corrían hacia la cruz. Llegó un niño y nos dijo a mis amigos y a mí que estaban apedreando a la gallera. La gallera era una señora que vivía por la cruz. Era una señora que tenía la fama entre nosotros los niños de ser una bruja. Recuerdo la peligrosidad de pasar frente a su casa en ruinas, tapada por tejas. Todos corrimos a ver qué era lo que pasaba. Mientras yo iba corriendo hacia la cruz a mirar qué pasaba, vi como niños con sombrero, como si hubieran venido de algún rancho alejado, le lanzaran piedras. Miraba el impulso que tomaban sus cuerpos para aventar las piedras a la pobre casa. La gallera gritaba quien sabe qué cosas que ya no recuerdo, y para mi, es como si aventara igualmente piedras, pero con gritos. Mientras unos niños estaban aventándole piedras, otros estaban recogiéndolas para aventárselas. Mis amigos y yo no aventamos nada, sólo nos acercamos lo más que podíamos. Entonces vi por primera vez la fotografía de un niño con sombrero corriendo hacia la placa. No dejé de sorprenderme al ver a tantos niños que no eran del barrio ocupar cada parte de la avenida cuatro aventando disparos certeros contra esa casa. También sentí el alivió de que por fin, algunos hayan tomado el asunto en sus manos, porque en el fondo de mi pensamiento creía que en verdad ella era una bruja. Con el tiempo, la gallera quizás murió, quizás se fue del barrio. Alguno de esos días, hice uno de mis viajes más largos que marcaron mi independencia sobre mis papás. Mientras jugábamos, a alguien se le ocurrió la idea de ir al campo de futbol. El campo quedaba cerca del cerro y sólo sabía que estaba más lejos que cualquier otro lugar. Nos encaminamos hacía el lugar, y como yo era el más chicho de todos mis amigos siempre tenía un cuidado especial. Pasamos frente a la cruz y entramos a un pasillo lánguido. Fue entonces cuando ame como nada el olor a establo. Las vacas eran seres enormes y en paz. Entrar al establo era como entrar a un cuento de los más extraordinarios y mágicos. Hubo quien se decidió a tocarlas y descubrió que eran quietas, que sólo estaban ahí, como esperando sorprender con sus enormes y preciosos cuerpos a quien pasara. Unas volteaban y entonces nos alejábamos unos pasos atrás, pero sólo nos miraban. Seguíamos nuestro camino por la vereda hacía la presa de agua y el rio. La presa era una enorme pila de agua que desembocaba a un rio que sin ser tan grande era igualmente de extraordinario que las vacas. Pasábamos el rio y enseguida estaba “la posita de agua”, una especie de boca de tierra y piedras de donde nacía el agua, pura, limpia y cristalina. Era más sabrosa que el agua que bebía en casa, más fresca que cualquier baño que hubiese tomado, más refrescante y divertida que cualquier alberca a la que hubiera ido. Y tan sólo el hecho de beberla y regarla en la cara y la cabeza era suficiente para tomar fuerzas y seguir con el viaje. Subíamos la vereda, rodeados entre árboles como centinelas, endulzados por las piedras, la tierra y la yerba verde. Sólo un cielo azul podía ser el resguardo que nos vigilaba desde lejos, y nos cuidaba en la vereda. Al salir de todo eso entrábamos a los grandes cañales. Descubrí los aguates y el precioso método para chupar caña de azúcar. Después de tanto recorrido llegábamos al campo, rodeados por cerros imponentes. El primer viaje solo, mi primer encuentro con la naturaleza y el descubrimiento de los frutos deliciosos que la madre tierra tiene para sus hijos, los niños del barrio.

sábado, 17 de marzo de 2012

El grito en la Placa

Todos los años en las fiestas patrias en la placa se hacía el fiestón. Los organizadores de las fiestas desde unos meses antes iban de casa en casa pidiendo dinero para poder solventar los gastos de grupos musicales, luchas libres, juegos artificiales y demás eventos jocosos que a la gente de los barrios cercanos les gustara. El jolgorio comenzaba desde que veíamos que armaban los fierros viejos que formaban el rin, y a poner las tablas apolilladas que servirían para soportar a los músicos. La imaginación mía y de mis amigos era la misma como la de un día antes de el día de Reyes. Corríamos para un lado como chinanpines y corríamos para el otro como tocotines anunciando el regocijo de las fiestas patrias. Con el tiempo nos fuimos enterando del significado de esas fiestas, de las historias de la independencia y de nuestros antepasados, pero mientras era más sorprendente ver todo tan grande y lleno de colores. Dos días antes del mero día del grito ya estábamos prendidos del rin para ver luchar a esos personajes que parecían pegarse con brutalidad. Los más soñadores quizás alababan desde la banqueta a los técnicos y los más sinceros gritaban improperios en contra de los rudos. Tengo que reconocer a través de mi débil memoria que por momentos pensaba que los rudos se nos venían contra nosotros. Parecían que estaban realmente enojados, pues contestaban con el mismo tono hiriente con que los chamacos se les dirigían. Después de que veíamos tirarse, pegarse y volar a los luchadores, el rin quedaba al desnudo para que los chamacos más ufanos se treparan y se metieran los guates en las manos y comenzaran a pelear. Ni yo, ni ningún amigo mio se subió al rin a hacer gala de sus más temibles golpes imaginarios. Sólo nos quedábamos a ver quien se sonaba a quien y apretujados por un montón de chamacos que gritaban y gritaban, quién sabe qué cosas. Cuando todo terminaba era la oportunidad de los más tímidos para subirse a la lona. Nos aventábamos de un lado para el otro, de una cuerda hacia la otra queriendo imitar lo que pasados momentos habíamos visto. Pero después de un rato nos aburríamos y no había quien sacara un balón de futbol descocido o en los peores casos ponchado y nos pusiéramos a jugar futbol, o como nosotros siempre le dijimos: a echar la cascara. Piedras de sobra había, por lo que las usábamos para formar las porterías. Y así se pasaba la tarde hasta que alguna inoportuna madre llamaba a alguno de nosotros. Y de ahí, como si se hubieran puesto de acuerdo las demás mamás y papás, nos metían. Al único que no le gritaban pero le chiflaban, con un silbido tan fuerte que se escuchaba hasta la otra cuadra, era al “sapo”, que se iba hacia su casa cabizbajo. Desmoralizados nos metíamos a nuestras casas, sólo pensando en el día siguiente. Y de nuevo las luchas y la algarabía de todos los muchachos animando como en coro todo el teatrito. Ya mi mamá me metía a bañar, ya me secaba, me vestía para prepararme e ir a la placa de nuevo. Si por mi fuera, el baño no hacía falta para salir, y con cada espera, solamente más crecía mi ansia. Entonces comenzaba a sonar la música que se escuchaba hasta mi casa y comenzaba el trote con los demás hacia el sonido chunchaquero de aquellos tiempos. Todo aquel borlote era un crisol de oportunidades para enrolarse en aventuras inimaginables. Por este lado estaban los churros, por este otro estaban las memelas, todo rodeado de puestos de comida y por montones de gentes que venían de barrios un poco más lejanos, que en aquellos tiempos me parecían remotos. Sin embargo, había un lado especial, uno que todos veíamos y que esperábamos con ansias. Era donde estaba el torito. Siempre me pareció que la persona que se echaba a cuestas el torito estaba loco para hacer aquel acto suicida. Una vez, cuando mi tía y mi primo fueron a visitarnos, estando lejos del torito y de su escarbado camino, una chinanpina o buscapiés se le metió entre los pies de mi primo Paco. Acto seguido, comenzó a correr espantada. No sabía si preocuparme o reírme. Unas horas antes del grito, el grupo comenzaba a tocar las canciones que estaban de moda en el barrio y yo creo que en muchos barrios de la ciudad. Y en un momento del cual no quisiera recordar, por la vergüenza, llama el grupo musical a alguien echarse el palomaso. Mi mamá que le gustaba el relajo y que carecía de vergüenza hacia su hijo, fue semi remolcada por mis amigos hacia el estrado. Y aunque “pastillas de amnesia” no fue la canción más popular de Bronco, es la que más recuerdo. Con voz entre chillona y desafinada, mi madre comenzó a cantar mientras que mis amigos se la pasaban de lo lindo al ver que su candidata estaba teniendo su momento de existo en el barrio y que su hijo se agachaba para que no lo vieran. Después de que se me bajara el rubor de mis mejillas, entrada la noche, paró todo el borlote habido y por haber. Y con miradas centellantes observábamos como salía el torito de aquel cuarto de tablas en que lo tenían guardado. Levemente, entre espanto y emoción, nos comenzábamos a alejar y a buscar un lugar más seguro entre la gente para que un cuete no nos fuera a explotar en la piernas o en el peor de los casos en nuestras caras. Comenzaban a encenderse las mechas y ya todo aquello era un escandalo y todos corríamos de un lado para el otro. El torito siempre fue atrevido, se le aventaba a la gente mientras sus luces reverberaban en el cielo y en el suelo. Uno quería que el torito no se apagara, porque cada vez que se apagaba algo en notros también lo hacía. Cuando el torito se apagaba y quedaba tendido en la calle era la oportunidad perfecta para que el más suertudo de los chamacos se lo echara encima y comenzara a correr como entrenando aquel oficio suicida. En eso, los distinguidos se subían al estrado, el que antes había sido ocupado por mi madre y su poco repertorio de canciones maltrechas, y comenzaban a exaltar la independencia y a sus héroes. Y aunque parecía que eso terminaría, era un cuento de nunca acabar, los músicos se echaban encima sus pobres instrumentos y de nuevo a tocar las canciones del momento del barrio. Sin embargo, ya era demasiado tarde para los que éramos niños y teníamos que irnos a meter a nuestras casas y a nuestras camas para soñar con el próximo año del grito, de sus luchas libres, de su torito, de sus puestos y de su música, en que por un momento, nuestras almas se engrandecían y sumergían con las más sinceras ilusiones.

Dedicado con cariño a mis amigos Iván, Beto, Adrián, Pibe, Mari, Araceli, Deysi, Richar y Luis, que alguna vez nuestros anhelos fueron los mismos.

lunes, 6 de febrero de 2012

Deja que forme tu cuerpo

Deja que forme tu cuerpo
Con estás manos que te sueñan:
Que te tocan
Que se suspenden
En los secretos resquicios,

Deja que te mire,
Que se vuelva rutina mi mirada
Y que nunca aprenda
Cada parte de ti,
Para que cada vez, cada instante,
Seas nueva.

Deja que sea lo etéreo
Que te mima,
Como la ceniza que fue piedra
O como mi abuela que fue bella
Y que mis ojos sean los tuyos.

Eres un capullo
Que la tierra nos regala
Como un tesoro nunca encontrado
Y que tomo, para después cerrarlo.

Deja que nos coma el mundo
La gente, los soles y las lunas,
El polvo y la ceniza,
Vuélvete agua
Que corre, que surge y reverbera.


Ten a bien volverte en viento
Que me recorre
Y que usurpa
Que me envuelve.

Deja que nos invadan las centellas,
Que asechen los lobos
Que se disfrazan de borregas,
Hay mil doncellas ciegas por doquier
Llorando porque quisieran ser ellas.

Deja que te invente como eres
Como un eco que recorre tu aliento
Y se va y viene, y se vuelve a ir,
Pero que siempre regresa.

Y que por fin ante tanto abandono
Sólo una cosa sea cierta,
Que no haya miedo
De dejarte ser en mí.