Todo sentimiento es poético, no todo poema es sentimental.

Hay que romper un poco con esa idea de formalizar los sentimientos.
Las palabras tienen la característica de ser impersonales, de hecho son artificiales. No soy cuidador de palabras, ni amante de ellas.
Por eso, cuaquier palabra que sea creada y movida por el sentimiento, es personal, chevere y verdadera.
Mientras se escriba con la pretensión de ejecutar un oficio, la palabra deja de tener entrañas.
No por eso se puede justificar la falta de seriedad en el expresar de la palabra, así sea dejada sobre un pedazo de servilleta.

Y los que se digan poetas son unos pendejos... No hay poetas, sólo poesía.

Todos, hacemos poesía.

sábado, 17 de marzo de 2012

El grito en la Placa

Todos los años en las fiestas patrias en la placa se hacía el fiestón. Los organizadores de las fiestas desde unos meses antes iban de casa en casa pidiendo dinero para poder solventar los gastos de grupos musicales, luchas libres, juegos artificiales y demás eventos jocosos que a la gente de los barrios cercanos les gustara. El jolgorio comenzaba desde que veíamos que armaban los fierros viejos que formaban el rin, y a poner las tablas apolilladas que servirían para soportar a los músicos. La imaginación mía y de mis amigos era la misma como la de un día antes de el día de Reyes. Corríamos para un lado como chinanpines y corríamos para el otro como tocotines anunciando el regocijo de las fiestas patrias. Con el tiempo nos fuimos enterando del significado de esas fiestas, de las historias de la independencia y de nuestros antepasados, pero mientras era más sorprendente ver todo tan grande y lleno de colores. Dos días antes del mero día del grito ya estábamos prendidos del rin para ver luchar a esos personajes que parecían pegarse con brutalidad. Los más soñadores quizás alababan desde la banqueta a los técnicos y los más sinceros gritaban improperios en contra de los rudos. Tengo que reconocer a través de mi débil memoria que por momentos pensaba que los rudos se nos venían contra nosotros. Parecían que estaban realmente enojados, pues contestaban con el mismo tono hiriente con que los chamacos se les dirigían. Después de que veíamos tirarse, pegarse y volar a los luchadores, el rin quedaba al desnudo para que los chamacos más ufanos se treparan y se metieran los guates en las manos y comenzaran a pelear. Ni yo, ni ningún amigo mio se subió al rin a hacer gala de sus más temibles golpes imaginarios. Sólo nos quedábamos a ver quien se sonaba a quien y apretujados por un montón de chamacos que gritaban y gritaban, quién sabe qué cosas. Cuando todo terminaba era la oportunidad de los más tímidos para subirse a la lona. Nos aventábamos de un lado para el otro, de una cuerda hacia la otra queriendo imitar lo que pasados momentos habíamos visto. Pero después de un rato nos aburríamos y no había quien sacara un balón de futbol descocido o en los peores casos ponchado y nos pusiéramos a jugar futbol, o como nosotros siempre le dijimos: a echar la cascara. Piedras de sobra había, por lo que las usábamos para formar las porterías. Y así se pasaba la tarde hasta que alguna inoportuna madre llamaba a alguno de nosotros. Y de ahí, como si se hubieran puesto de acuerdo las demás mamás y papás, nos metían. Al único que no le gritaban pero le chiflaban, con un silbido tan fuerte que se escuchaba hasta la otra cuadra, era al “sapo”, que se iba hacia su casa cabizbajo. Desmoralizados nos metíamos a nuestras casas, sólo pensando en el día siguiente. Y de nuevo las luchas y la algarabía de todos los muchachos animando como en coro todo el teatrito. Ya mi mamá me metía a bañar, ya me secaba, me vestía para prepararme e ir a la placa de nuevo. Si por mi fuera, el baño no hacía falta para salir, y con cada espera, solamente más crecía mi ansia. Entonces comenzaba a sonar la música que se escuchaba hasta mi casa y comenzaba el trote con los demás hacia el sonido chunchaquero de aquellos tiempos. Todo aquel borlote era un crisol de oportunidades para enrolarse en aventuras inimaginables. Por este lado estaban los churros, por este otro estaban las memelas, todo rodeado de puestos de comida y por montones de gentes que venían de barrios un poco más lejanos, que en aquellos tiempos me parecían remotos. Sin embargo, había un lado especial, uno que todos veíamos y que esperábamos con ansias. Era donde estaba el torito. Siempre me pareció que la persona que se echaba a cuestas el torito estaba loco para hacer aquel acto suicida. Una vez, cuando mi tía y mi primo fueron a visitarnos, estando lejos del torito y de su escarbado camino, una chinanpina o buscapiés se le metió entre los pies de mi primo Paco. Acto seguido, comenzó a correr espantada. No sabía si preocuparme o reírme. Unas horas antes del grito, el grupo comenzaba a tocar las canciones que estaban de moda en el barrio y yo creo que en muchos barrios de la ciudad. Y en un momento del cual no quisiera recordar, por la vergüenza, llama el grupo musical a alguien echarse el palomaso. Mi mamá que le gustaba el relajo y que carecía de vergüenza hacia su hijo, fue semi remolcada por mis amigos hacia el estrado. Y aunque “pastillas de amnesia” no fue la canción más popular de Bronco, es la que más recuerdo. Con voz entre chillona y desafinada, mi madre comenzó a cantar mientras que mis amigos se la pasaban de lo lindo al ver que su candidata estaba teniendo su momento de existo en el barrio y que su hijo se agachaba para que no lo vieran. Después de que se me bajara el rubor de mis mejillas, entrada la noche, paró todo el borlote habido y por haber. Y con miradas centellantes observábamos como salía el torito de aquel cuarto de tablas en que lo tenían guardado. Levemente, entre espanto y emoción, nos comenzábamos a alejar y a buscar un lugar más seguro entre la gente para que un cuete no nos fuera a explotar en la piernas o en el peor de los casos en nuestras caras. Comenzaban a encenderse las mechas y ya todo aquello era un escandalo y todos corríamos de un lado para el otro. El torito siempre fue atrevido, se le aventaba a la gente mientras sus luces reverberaban en el cielo y en el suelo. Uno quería que el torito no se apagara, porque cada vez que se apagaba algo en notros también lo hacía. Cuando el torito se apagaba y quedaba tendido en la calle era la oportunidad perfecta para que el más suertudo de los chamacos se lo echara encima y comenzara a correr como entrenando aquel oficio suicida. En eso, los distinguidos se subían al estrado, el que antes había sido ocupado por mi madre y su poco repertorio de canciones maltrechas, y comenzaban a exaltar la independencia y a sus héroes. Y aunque parecía que eso terminaría, era un cuento de nunca acabar, los músicos se echaban encima sus pobres instrumentos y de nuevo a tocar las canciones del momento del barrio. Sin embargo, ya era demasiado tarde para los que éramos niños y teníamos que irnos a meter a nuestras casas y a nuestras camas para soñar con el próximo año del grito, de sus luchas libres, de su torito, de sus puestos y de su música, en que por un momento, nuestras almas se engrandecían y sumergían con las más sinceras ilusiones.

Dedicado con cariño a mis amigos Iván, Beto, Adrián, Pibe, Mari, Araceli, Deysi, Richar y Luis, que alguna vez nuestros anhelos fueron los mismos.