martes, 24 de julio de 2012
El mercado, la gallera y el campo
Corría el año de 1991 en el barrio de la Moctezuma, y de la placa a la cruz había un larguísimo camino que con los años se fue haciendo más corto. La placa era el centro comercial del barrio, donde los domingos había que correr a cargarles las cosas a las mamás. Era el viacrucis forzoso de acompañar entre el tumulto a la madre, con bolsa en la mano, quizás ahí fueron los primeros momentos de mi reflexión, mientras mi madre preguntaba por los precios de los jitomates o del queso jarocho. Muchas veces, mi reflexión se basaba en los videojuegos que estaban enfrente de todos los puestos de aquel mercado ambulante. Las “maquinitas”, como nosotros les llamábamos, embelesaban hasta al propio diablo si fuera niño, y sobre todo, si hubiera nacido en la Moctezuma o alrededores. De repente llegaba cualquier muchacho con la habilidad extraordinaria de dominar todos los trucos de los videojuegos de peleas. Cuando me daba cuanta, ya había pasado bastante tiempo mirándolo, sin un quinto en la bolsa. Muchas veces, no era necesario tener dinero, la niñez ayudaba a mirar y disfrutar de la video-odisea de un muchacho desconocido y que por lo mismo, envuelto en misterio. Una vez miré como uno de aquellos habilidosos prensaba de la camiseta a otro y le echaba una mirada centelleante frente. Yo tenía diez años quizás, y a esa edad, una imagen de ese tipo puede crear todo un sistema de pensamiento que determinará toda tu vida. Para mi esa mirada fue inspiradora, encontré en una mirada de ese tipo la valentía y el desafío, siempre la admiré. Hubo alguna vez, no recuerdo bien, que la imité frente al espejo. Después pasados los años, ya estando en la universidad, fui de visita a mi casa, al barrio, y mientras caminaba por la placa me topé con aquel muchacho. Sentí un profundo respeto por él.
Alguno de aquellos días, en lo que la posibilidad musical era Bronco, Selena o Magneto ocurrió la revolución de los niños en el barrio. Era la tarde cuando la avenida cuatro se inundaba de niños que corrían hacia la cruz. Llegó un niño y nos dijo a mis amigos y a mí que estaban apedreando a la gallera. La gallera era una señora que vivía por la cruz. Era una señora que tenía la fama entre nosotros los niños de ser una bruja. Recuerdo la peligrosidad de pasar frente a su casa en ruinas, tapada por tejas. Todos corrimos a ver qué era lo que pasaba. Mientras yo iba corriendo hacia la cruz a mirar qué pasaba, vi como niños con sombrero, como si hubieran venido de algún rancho alejado, le lanzaran piedras. Miraba el impulso que tomaban sus cuerpos para aventar las piedras a la pobre casa. La gallera gritaba quien sabe qué cosas que ya no recuerdo, y para mi, es como si aventara igualmente piedras, pero con gritos. Mientras unos niños estaban aventándole piedras, otros estaban recogiéndolas para aventárselas. Mis amigos y yo no aventamos nada, sólo nos acercamos lo más que podíamos. Entonces vi por primera vez la fotografía de un niño con sombrero corriendo hacia la placa. No dejé de sorprenderme al ver a tantos niños que no eran del barrio ocupar cada parte de la avenida cuatro aventando disparos certeros contra esa casa. También sentí el alivió de que por fin, algunos hayan tomado el asunto en sus manos, porque en el fondo de mi pensamiento creía que en verdad ella era una bruja. Con el tiempo, la gallera quizás murió, quizás se fue del barrio.
Alguno de esos días, hice uno de mis viajes más largos que marcaron mi independencia sobre mis papás. Mientras jugábamos, a alguien se le ocurrió la idea de ir al campo de futbol. El campo quedaba cerca del cerro y sólo sabía que estaba más lejos que cualquier otro lugar. Nos encaminamos hacía el lugar, y como yo era el más chicho de todos mis amigos siempre tenía un cuidado especial. Pasamos frente a la cruz y entramos a un pasillo lánguido. Fue entonces cuando ame como nada el olor a establo. Las vacas eran seres enormes y en paz. Entrar al establo era como entrar a un cuento de los más extraordinarios y mágicos. Hubo quien se decidió a tocarlas y descubrió que eran quietas, que sólo estaban ahí, como esperando sorprender con sus enormes y preciosos cuerpos a quien pasara. Unas volteaban y entonces nos alejábamos unos pasos atrás, pero sólo nos miraban. Seguíamos nuestro camino por la vereda hacía la presa de agua y el rio. La presa era una enorme pila de agua que desembocaba a un rio que sin ser tan grande era igualmente de extraordinario que las vacas. Pasábamos el rio y enseguida estaba “la posita de agua”, una especie de boca de tierra y piedras de donde nacía el agua, pura, limpia y cristalina. Era más sabrosa que el agua que bebía en casa, más fresca que cualquier baño que hubiese tomado, más refrescante y divertida que cualquier alberca a la que hubiera ido. Y tan sólo el hecho de beberla y regarla en la cara y la cabeza era suficiente para tomar fuerzas y seguir con el viaje. Subíamos la vereda, rodeados entre árboles como centinelas, endulzados por las piedras, la tierra y la yerba verde. Sólo un cielo azul podía ser el resguardo que nos vigilaba desde lejos, y nos cuidaba en la vereda. Al salir de todo eso entrábamos a los grandes cañales. Descubrí los aguates y el precioso método para chupar caña de azúcar. Después de tanto recorrido llegábamos al campo, rodeados por cerros imponentes. El primer viaje solo, mi primer encuentro con la naturaleza y el descubrimiento de los frutos deliciosos que la madre tierra tiene para sus hijos, los niños del barrio.
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