sábado, 27 de marzo de 2010
El barrio y su risa
Se miraban fijos unos a otros como sorprendidos de lo que estaba pasando. Era la tarde sí, pero a punto estaba de oscurecer. Desde el cuarto, la mayoría de los días, a esas horas se solía escuchar música de tambores, de sonajas y demás instrumentos raros, que a su vez la gente que habitaba las demás casas no comprendían, pero que igualmente sentían una sensación de desconocimiento melódico. Sin embargo, esa tarde fue distinto, los vecinos y demás extraños estaban desconcertados. Comenzó a escucharse la música como la de los demás días, pero cada vez se hacia más intensa; comenzaban entonces a resonar las paredes ante el estruendo de tambores. Aquellos mormullos de cantos de personas se hicieron tan reales, como si atrás de los ladrillos hubiera tantas personas entonando gritos melodiosos. El ritmo era cada vez más candente, ese mismo ritmo que ardía como fuego. Los transeúntes que distraídos pasaban por la calle, sorprendidos, miraban hacia ella, como si sus ojos quisieran también escuchar lo que desde dentro se oía. Comenzó a juntarse la bola, pero a la vez nadie se atrevía a tocar la puerta. En el hogar de al lado, que por cierto, era de una familia numerosa, al principio del ruido no sintió ninguna sospecha, sólo fue que tomaron en cuenta lo que pasaba, cuando la intensidad del sonido comenzaba a ser tan fuerte que ya no podían hablarse normalmente y en vez de ello tenían que gritar para la comunicación cotidiana. En la misma casa había mayores y pequeños, los mayores no hacían más que voltearse a ver los rostros, con una especie de querer tomar las riendas del momento, empero, tan realista era la música, que sentían un leve y misterioso miedo con una extraña incredulidad. El personaje que vivía desde hace un tiempo ahí, era un inquilino de al parecer unos veinticinco años, tranquilo y por momentos demasiado distraído y abstraído en asuntos que se le veía seriamente pensar. No obstante, aún la personalidad tan marcada del hombre, que daba una sensación de rareza, siempre se podía hablar con él, pues para la sorpresa de tantos era demasiado accesible, demasiado amigo de desconocidos. Los de la casa de junto, ya muy inquietos, quisieron irle a tocar y pedirle que le bajara a su música o que le dijera a los integrantes del grupo que había en casa que no tocara tan fuerte. A mi me contaron esa historia, y quien me la contó, a la hora de relatarme la desesperación de los vecinos, decía que a punto de la histeria colectiva, apunto de ello, comenzaron a escuchar. En esta parte es donde yo me detengo, donde me sorprendo al recordar la expresión del rostro de la persona que me ha contado todo. En sus ojos había algo que brillaba, como cuando le brillan los ojos a una persona que dice amar. Le brillaban los ojos, pero no lloraba. Y sin reírse, se dibujaba un contorno más extenso con sus labios estirados, como si a punto de la carcajada se arrepintiera, y mejor decidiera quedarse en ese letargo de placer. Cuando relataba aquello, cuando me explicaba la música, no podía hilar bien las frases, a penas podía sacarlas de su boca. Todo eso, toda esa sensación que se expandió y que me tocó, me hace imaginar la música. Dice que era de tambores, y que eran tantos y de tantos tonos, que parecía un piano y no tambores lo que se escuchaba. También se escuchaban sonajas, que podían arrullar hasta un toro y hacerlo dormir hasta pararle el corazón. Pero lo más impresionante, lo más increíble, eran las voces, los cantos hechos murmullos angelicales. Se escuchaban murmullos de niños, murmullos suaves, y se escuchaban murmullos de adultos. Las voces daban la sensación de estar escuchando colores, más que voces. Por eso mismo, cuando los vecinos sintieron la desesperación y las ganas de ir a pedir que se callara, se contuvieron silenciosamente, y dejaron que cada uno, sin palabras, sintiera lo que ahí pasaba. No sólo los vecinos, sino la gente de la calle quitaron esa cara de asombro y comenzaron a escuchar, a disfrutar la música. Yo rememoro en mis cavilaciones aquella zona en aquellos tiempos, y no puedo decir que fuera de grandes bailadores, más bien la gente de ahí era gente común, que se le veía ir y venir con el transito de la ciudad. No había nada de especial en ese barrio. Y mientras tanto, dentro de la casa, sonaba la música, no paraba, con más ritmo cada vez, con una especie de redobles de tambor que hacían mover los pies de la gente: tum tum tum tum, tum! Y seguía sonando. Dicen que esa tarde fue la locura, que los niños de pronto comenzaron a bailar, y los mayores, inundados por una especie de felicidad evocadora, comenzaron también a bailar. Aquel ritmo cadencioso y mágico envicio el barrio, lo alejó aunque sea por unos momentos de su prejuicio, lo arrastró hacia no sé qué lugar lejos de la exigencia que da nuestra propia naturaleza artificial. Por un momento, todos bailaban; los que estaban descansando descansaron de pie, moviendo los pies; las mujeres movían sus caderas; era el momento de inventar pasos que renombrara el ritmo; era el instante que nadie, absolutamente nadie se ocupaba del reloj, o de lo que tenía que hacer; la gente comenzó a ser el mismo momento. Todos eran lo mismo -todos somos lo mismo-, como agua y piedras, como madera, como grillos en forma de una alargada estela. Los más viejos, aprovecharon el ritmo como ellos sólo lo saben hacer y también lo hicieron suyo. Una pareja de ancianos que desde hace ya mucho tiempo se habían quedado solos y que sólo se les veía sentados mirando el televisor, estaban afuera de casa, al otro lado de la calle: la doña tomaba de la mano a su esposo que sumido en su silla de ruedas reía con el crisol de luz que la luna arrojaba ya sobre sus cuerpos, mientras que la señora con los pies en el mismo lugar movía lentamente las caderas, como desempolvándolas, como si las hiciera recordar viejos tiempos, y las caderas poco a poco fueran recordando con su leve movimiento. Ella miró profundamente a su pareja, como miran los ambivalentes de corazón y le dijo “ay, te acuerdas”. Los niños pegaban saltos por doquier, se reían a carcajadas, y de pronto como si un chinampín explotara a sus espaldas, salían corriendo hacia otro lado solo para regresar al mismo. Los movimientos eran tan graciosos, y todo aquel relajo tenía tan poco sentido, porque no había necesidad de que lo tuviera -y son pocos los sentidos que hay en realidad y que bueno que así sea-, que todos se olvidaban del mañana. Todo se movía con el movimiento, todos tenían la capacidad de ansiar piñatas como cuando niños, todos eran como niños, el barrio dejo de ser el mismo para siempre y se olvidó de su asfalto, de su memoria de plomo, de su coraza de tiempo. La música paró de repente, entre tres o cuatro toquidos de tambor, ¡tacataca pum tacataca pum!, se escucho y paró, y todos reían, todos animados seguían; se había incrustado en sus corazones -que no es lo mismo que decir mente, cerebro o psique- algo que los hizo más simples, algo que les quito menos peso por el resto de sus vidas. Entonces, cada uno, cada dos o tres al mismo tiempo recuperaban la idea del mundo, cada uno recuperaba la exigencia de la duda, unos ya tenían hambre y otros adquirieron el veloz tiempo: todos hablaban y festejaban. Comenzaban a llenar de palabras lo ocurrido, pero sólo hubo uno de los de afuera que se atrevió por fin a tocar la puerta. De adentro se escucho la voz del joven que grito: ¡Aquí no hay nadie, sólo estoy bailando con ustedes! Entonces hubo otra persona más, que respondió: “¡Quién toca ahí adentro, invítanos a pasar! Finiquitó diciendo: “Ya les dije que sólo están ustedes, la música es de ustedes y ya están dentro”.
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